Leyendo
El arte de la defensa, he vuelto a sentir lo que solo algunos textos
pueden hacer, a saber, la explícita necesidad corporal de acariciar el papel,
de devolver en un gesto manifiesto, visual, torpe lo generoso que el autor es
escribiendo esas palabras para que algunos ojos como los míos las lean y se
estremezcan.
Y ocurre por lo acertado de los
contenidos, que iluminan pensamientos ocultos en tu cabeza y que producen un
exagerado alivio al poder liberarse al fin. Y también por las formas precisas,
que no agotan, que excitan y motivan la lectura.
Y pienso: ¿qué ocurriría si
estuviera leyendo en un e-reader? ¡Maldita sea! Me considero defensora del
progreso incluso en su vertiente tecnológica. Pero ¡es tan frío el material con
los que los hacen! Jamás tendrá el tacto del papel, que en estos casos -acaso
por la emoción de la lectura- se parece a la piel.
El mismo feedback que ahora
señalo es el que tiene lugar en el teatro. Ningún actor, por muy grande que
sea, podrá representar en pantalla (y ahora no me importa tampoco lo grande que
sea esta pantalla) lo que transmite uno en el escenario. Y es que el público
está delante, es sólo una vez, única e irrepetible aunque ocurra más veces. Es
el valor del singular. AH!
No, nunca debería extinguirse la
lectura en papel. Habrá textos para los que el soporte en los que se lean no
signifique cambio alguno. No es una gran decisión entre comodidad y espacio.
Pero hay otros, como este, en el que la experiencia frustrada del frío al
acariciarlo sería comparable a tener relaciones sexuales a través de trajes de
metacrilato.
Como dijo alguna vez al comienzo del
siglo XXI una profesora que tuve: si no hay papel, ¿dónde caerán mis lágrimas?
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