El
agua y la muerte, la gran analogía, la clásica relación y, sin
embargo, tan refrescante en este sombrío texto que Julio Llamazares
nos propone para recorrer, como si fuéramos un río, las tres
generaciones que acompañan las cenizas del difunto abuelo, para que
vuelvan al -ahora sumergido- lugar en que nacieron.
Cada
voz, mejor, cada pensamiento, pues solo se expresa para la despedida
(esposa, hija, nieta, pero también, cuñado, sobrino e hijo, entre
otros) expone, no sólo sus diferencias en el mirar al agua -y
entender cada cual su significado- sino las diversas maneras de
enfrentarse a la historia, a las relaciones y a la comprensión del
mundo. O a la necesidad de conocer y aceptar lo ocurrido como
condición de posibilidad del cambio.
Por
otra parte, no se debe dejar de mencionar el homenaje a Unamuno y a
su San Manuel, con ese lago que reflejaba las montañas y con el
personaje menospreciado (Blasillo, “el bobo”) pero único
poseedor -o al menos el que más se acerca- de la verdad. Y la
simbología: heredada y cargada de nuestra tradición literaria.
Queda
dicho, y suena repetido, pero es merecido recordar que este escritor
revive la novela como un ensayo vital, un ejercicio de apertura a las
profundidades de la psique humana y un verdadero placer al
deleitarnos en la potencia de las palabras y de las historias.
Importa -y mucho- lo que se cuenta. Pero es que además: ¡qué bien
contado!
No hay comentarios:
Publicar un comentario